jueves, 10 de noviembre de 2011

Sobre miradas...

A lo largo de este último año me he obligado a mí mismo a volver al Museo de Arte Romano de Mérida cada vez que me desplazo hasta allí. Para muchos, ejemplo arquitectónico, para otros, montón de ladrillos en descomposición constante, para mí... (se fueron las palabras). No sé qué tiene que tanto me atrapa, tampoco creo que debiera explicarlo textualmente; sería un deshonor a la causa de la experiencia: su intangibilidad. En total esto suma unas siete o ocho visitas por año al museo.

En verano posee una luz espectacular, los interiores son deslumbrantes y el visitante no puede sino guiarse por las salas en penumbra creadas en las crujías. En invierno es frío y distante, te conduce por lugares centrales, siempre con una sensación interior de temor a acercarse a sus gélidas paredes revestidas de un color radiante. Las flores del parque se cuelan en el aire primaveral por sus ventanas laterales y la naturaleza hace suyo el lugar. El otoño lluvioso emeritense le hace mucho bien al museo, el interior huele a piedra mojada, un olor delicioso. En una ocasión disfruté de un pequeño chaparrón, modoso e inocente, casi como un regalo que el museo hacía a su más fiel visitante, acompañado de una luz tenue. El interior parecía una piedra preciosa. Las gotas de agua depositadas en la calzada romana se colaban por la pasarela en forma de luz mientras la nariz vibra por la atmósfera conseguida... otoño. Es la mejor época para visitarlo. 

Existe una sala oculta entre los atrezzo del museo. ¿El contenido? Rostros. Una colección integrada en las paredes, atrios y estantes a lo Soane. Figuras mortuarias y recordatorios romanos a los difuntos, colocados allí, entre los vivos. Entiendo una escultura funeraria como un artefacto concebido para olvidar. En él se encierra una vida, la roca trasciende, se extraña y convierte en la memoria de una persona. Después sólo queda enterrarla para que la tierra la engulla, el tiempo pase y la convierta nuevamente en roca. Sucede lo mismo con la familia del difunto, el tiempo transforma el rostro en roca, olvida la presencia de la persona y ayuda a su vez a borrar la defunción de la persistencia personal. ¿Hacemos justicia a la memoria recordando objetos hechos para olvidar?, ¿es moral desenterrar la roca y parar ese ciclo de destrucción del pasado y construcción del futuro?...

Entre la oda de memoria descubierta por los rostros había una muchacha sin ojos. La historia del cartel que la acompañaba contaba que la joven era ciega. Si yo hubiera sido el escultor le hubiera regalado unos ojos. Los hubiera colocado dulcemente, memoria de una ironía que la acompañaría para siempre: ojos negados  en vida que le son regalados al morir. Una persona es lo que ha visto. Aquella patricia sería lo que quisiera ser ahora, podía trazar un mundo propio, imaginario personal asociado a un mundo de oscuridad anterior. Por eso, creo, sería feliz si le hubiera regalado unos ojos.

Desde entonces no hago más que pensar en sus no-ojos. Pienso en qué ojos darle, y al fin sé qué mirada le colocaría si pudiera... serían unos ojos felinos, tímidos y huidizos. ¿Por qué? Porque últimamente no hago más que decirle a esos ojos: ¡Dejad de pasear por mi mente! Yo mismo sé, sin embargo, que ansío verlos por encima de todo. Ahora que me han sido negados, ahora que no son míos... llamémoslo autotortura. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario