sábado, 13 de agosto de 2011

Entrelazamientos. Ángel Martínez García-Posada

“La realidad llega a ser un soporte para la reflexión o un campo magnético en el que el artista se identifica con los tiempos. En ese momento se desplaza hacia el origen. El inicio de la vida y el final de la muerte han concluido. La obra de arte es la materialización de esta fusión. Es lo que la hace eterna o trascendente. Ahí comienza la relación entre la vida y el arte”               Lygia Clark

A lo largo de su obra Lygia Clark defendió siempre la idea del arte como un acto de vida. En sus últimos trabajos, Objetos relacionales, esta pretensión alcanzó quizás su máxima intensidad. En una habitación de su casa, su “consultorio”, la artista disponía objetos diversos, así bolsas de plástico, telas llenas de aire, agua, arena o poliestireno, rollos de cartón, tubos de goma, y un sinfín de artículos imprevisibles, humilde reciclaje casero y vestigios orgánicos de una vida, como en aquella cama de Tracey Emin. Clark los consideraba inductores de experiencias terapéuticas, sensoriales y simbólicas, casi psicoanalíticas, entre el individuo y la colectividad, y trabajaba a partir de la manipulación de los mismos y su interacción con el cuerpo. “El arte es el cuerpo” quizás fuese su proclama más ejemplificadora y una de las más memorables. Era la suya una experiencia de mediación, sobre un tablero una singular partida entre Duchamp (artículos escogidos de la cotidianeidad que alcanzaban nuevos significados) y Man Ray (la yuxtaposición de encuentros inesperados); también una colección infinitiva de acciones, envolver, contener, alumbrar o encontrar.
Unos años antes, a mediados de los años sesenta (se había formado con Roberto Burle Marx en Río de Janeiro a finales de los cuarenta), la artista brasileña había creado Caminando. La propuesta consistía en el ofrecimiento a un espectador de una tira de papel, tijera y cola, y una serie de instrucciones de uso: pegar los extremos de la tira, unir el haz de uno con el envés de otro, igual que en una banda de Moebius, escoger un punto cualquiera de la tira para empezar un corte longitudinal y completar una vuelta evitando incidir en el punto inicial. Se iban generando así formas entrelazadas y continuas –una única forma en realidad–, resonante espiral fractal sin principio ni final, la tira original se hacía cada vez más estrecha y el diámetro cada vez mayor, hasta que el calibre de la herramienta –los límites de la técnica; consecuencias de una baja tecnología– ya no permitía avanzar en la travesía y la obra estaba entonces terminada.
A Hans Christian Andersen le gustaba recortar figuras de papel y a veces las usaba para contar una historia. Los aros de papel de Lygia Clark, formas de aire en el aire como en ciertas investigaciones de Juan Navarro Baldeweg, dibujaban en el vacío un recinto inducido, tanto más expansivo cuanto más fina la piel de celulosa y mayor la habilidad del cirujano. Acaso alguien querrá evocar la leyenda de la fundación de Cartago, tan metafórica como arquitectónica, en nuestro caso convertida en un ovillo poroso de papel. La princesa Dido, hermana de Pigmalión, rey de Tiro, huyó navegando con el tesoro de su esposo Siqueo que ambicionaba Pigmalión, hasta llegar a la región habitada por los libios; allí solicitó al rey local tierras para fundar una ciudad pero este le concedió apenas el terreno ocupado por una piel de toro: en su ingenio creativo Dido cortó la piel en finísimas tiras, delimitó una gran extensión e hizo construir una fortaleza llamada Birsa, que se convirtió en la ciudad de Cartago. Al jugar en casa a menguar la banda de papel de partida reproduciendo la operación de Clark, la tira entre mis manos alguna vez nos recordó al Monumento a la Tercera Internacional de Tatlin, desinflado y etéreo, casi desvanecido. En esa otra mitología, la de los artistas que fundieron su obra con su vida, cabría escribir que Matisse, envejecido y enfermo, sin fuerza ya para sostener los pinceles, desarrolló la técnica de recortar figuras de papel de colores vivos. Sus gouaches découpées (pinturas recortables), tan denostados inicialmente, acabaron siendo reconocidos como una solución al eterno problema de la línea y el color, y así, tanto habrían de influir a los artistas del siglo pasado. La idea de que proyectar arquitecturas se asemeja al recorte de formas de papel en el aire alumbra la superación de la dicotomía de la figura y el fondo, la hoja en blanco cobra volumen –analogía profunda de todo proyecto y su tránsito entre la bidimensionalidad del plano y la tridimensionalidad de la forma en el espacio– y se enlaza con el vacío.
Caminando era un proceso indeterminado, con tintes lúdicos y a la vez reivindicativos, la obra se hacía distinta a cada vez, cauce inducido pero no cerrado: cada intérprete, también artista como Clark, construía su propio conjunto de estelas encadenadas, trazaba su particular recinto en el espacio. En él se difuminaban hasta disolverse, como en los mejores proyectos, la dualidad convencional de anverso y reverso, arriba y abajo, principio y fin, dentro y afuera. Desde su evocador título literario, en el camino, nos ha gustado siempre emparejarlo en su modestia y cercanía, con las grandes obras en el territorio de algunos de nuestros míticos artistas en el desierto, en una mirada que salta escalas y construye paisajes a vista de pájaro o sobre nuestra mesa. Puede considerarse, por lo demás, una obra propia de su época, otro empeño de supresión de las barreras entre artistas, espectadores y objetos; la tradicional solidez dialéctica de polos desvanecida, de nuevo, en el aire. En aquellos años Clark había comenzado a cuestionarse “si cualquier gesto en la vida, podía adquirir magia como en la experiencia caminando”.
En su escrito “Danzar encadenado. La última coreografía de Merce Cunningham y John Cage” Antonio Juárez tomaba otra conocida figura de Nietzsche, animador desde el inicio de esta página que nos acoge –acaso un objeto de relaciones virtuales– para enlazarla con una lúcida analogía con la creación artística y arquitectónica: “danzar en cadenas”, explicaba el filósofo a propósito de Homero y otros poetas griegos, al asumir la coerción múltiple de la tradición de los poetas anteriores y añadir la invención de otra nueva, imponerla y vencerla. Así puede describirse el trabajo proyectual como un baile condicionado, la creación en los márgenes de unas exigencias, estirando el hilo que las circunstancias nos permiten (la propia obra de Clark, Hand Dialogue, en la que unas manos aparecen entrelazadas por otra banda de Moebius, pareciera remitir a ello. El arquitecto Steven Holl tituló una de las recapitulaciones de sus proyectos Intertwining, y otra de ellas, Anchoring. Ambos enunciados están contenidos en el hallazgo de Nietzsche, y condensan esta imagen física de grados de libertad a pesar de ciertos vínculos. También, a propósito de toda creación en el territorio, cabría reivindicar sendos títulos como un manifiesto en torno a la imbricación de arquitectura y lugar, arte y espacio.
Toda obra remite a un fragmento de nuestra vida, y en simetría, cada uno de nuestros pasos en el camino puede contener proyecciones creativas que trascendiendo su anclaje particular, se hagan universales. Objetos relacionales exploraba la potencialidad de los flujos entre las personas y las cosas, como una sucesión de secuencias osmóticas. Así, según narraba la artista, en su encuentro con el cuerpo, las bolitas que rellenaban una pequeña almohadilla de tela, hacían reverberar la pulsación vital del organismo que tocaban, y a su vez, emitían flujos y se tornaban células vivas que se agitaban por todo el cuerpo. Clark señalaba que los objetos relacionales solamente adquirían su especificidad al entrar en contacto con las fantasías de sus “pacientes”. El conjunto de relatos que la artista y los co-artistas protagonistas de las distintas acciones componían, aleaban la subjetividad con la reconstrucción de los hechos, alguna vez he pensado también en la proximidad a aquel pasaje de Goethe en que reconocía que cada objeto abría una nueva puerta de percepción orgánica: “el hombre se conoce a sí mismo sólo en la medida en que conoce el mundo, del cual toma conciencia sólo en sí mismo como toma conciencia de sí sólo en él. Cada objeto nuevo, bien contemplado, inaugura en nosotros un nuevo órgano” (Zur Morphologie, II, 1). 

“Como el río y el mar, o el mar y la nube, o la nube y la lluvia se enlazan en el ciclo del agua, así el “mundo y yo” se entretejen por numerosos hilos y por la continuidad de muchas fuerzas y sustancias: un mundo solo, aglutinado, de materia y energía en el que está inmerso el cuerpo.
Las caravanas de mensajes, que viajan como flujos químicos o eléctricos en los procesos informacionales del interior del cerebro, son parte de la madeja enmarañada de hilos y enlaces que comprende cuerpo y mundo. Fuera de esas conexiones la realidad nos parece incalculable, es un fantasma indescifrable. Los sentidos dibujan una frontera, una estrechez que interpretamos erróneamente como ruptura y segregación del sujeto y su entorno. Más allá de ese filtro de los sentidos, de esa angostura, se da una experiencia radical: la vívida y total identificación del yo y lo circundante. Entonces el cuerpo es, todo él, un verdadero órgano sensorial que induce un sentimiento de profunda unidad, la ilusión de un fluir desbordado en un estado de elevación o éxtasis.
Cualquier hombre sumido corporalmente en el mundo siente la exaltación que le impulsa a proyectar y prolongar esa compenetración del vivir, o del espectáculo que es vivir, aportando señales, voces o figuras, en definitiva obras, para contagiar y abrir esa experiencia a otros hombres. Las imágenes mentales se combinan, se transfiguran en el rodar del pensamiento hacia la expresión, hacia la actividad comunicativa, bien sea a través del habla, de la escritura de la danza, o de tantas otras manifestaciones en los diversos géneros artísticos”                                     Juan Navarro Baldeweg 

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